La tristeza se hace muy evidente en todos los procesos de duelo. Cuando perdemos a alguien, ya sea por el fallecimiento de un ser querido, por la ruptura con una pareja querida, o la distancia geográfica de alguien que apreciamos que se ha de alejar de nosotros, siempre va a surgir la tristeza y sus derivadas: la nostalgia, la melancolía, la añoranza, incluso la sensación de soledad.
Hace falta sentir tristeza para superar un duelo, aunque muchas personas quieren evitarla porque es desagradable de sentir. Craso error. Si no nos permitirnos sentir la tristeza no podemos sanar un duelo. Las lágrimas son el aliviadero necesario del alma herida. Permitírnoslas nos hace conectar con nuestra humanidad, con nuestra esencia más elevada de vulnerabilidad. Y es justo esa vulnerabilidad -humilde y entregada- la que nos conecta con los demás seres humanos.
Hay una cierta belleza en la tristeza si sabemos apreciarla en toda su magnitud, pues es como una especie de homenaje hacia la persona que se ha ido. El duelo duele, y está bien que así sea. Si no fuera así seríamos máquinas, no personas.
El duelo, con su dolor, también aparece con todo tipo de pérdidas: una vivienda que ha significado mucho en nuestras vidas, la juventud, la agilidad mental, la fuerza muscular, la visión, la inocencia…
Nadie se libra de estos “dolores” mientras viva. Por eso, cuando tengamos dificultad en comprender a alguien por cómo nos habla o nos trata, intentemos conectar con sus tristezas. Todos las tenemos. En ese punto preciso aparecerá la conexión y podremos, al menos, no ser tan beligerantes contra estas personas (aunque no tenemos por qué estar cerca de ellas si nos hacen daño). Justo eso es lo que fomenta la práctica de la compasión y la autocompasión: comprender íntimamente que si hay algo que compartimos todos los seres humanos es la tristeza del sufrimiento.
Es la ley básica de la vida: todos sufrimos y todos quisiéramos no sufrir. Con lo cual la tristeza es consustancial a la vida en la tierra. Negarla, ocultarla o medicarla (para ocultar sus efectos) es mucho peor que aprender a acogerla con cariño y amorosidad.
La práctica meditativa de Mindfulness nos enseña cómo hacerlo.
¿A qué esperas?
“Así que no debes asustarte si surge la tristeza más grande que jamás hayas visto; si una inquietud, como las luces y sombras de las nubes pasa por encima de tus manos y sobre todo lo que estés haciendo, has de pensar que te está pasando algo, que la vida no te ha olvidado, que te sostiene entre sus manos y no te dejará caer. ¿Por qué quieres dejar pasar toda la agitación, todo el dolor, toda la melancolía, si realmente no sabes lo que estos estados están produciendo dentro de tí”.
Extracto de “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke.
Ilustración de Olivier Tallec para el libro “The Scar” (La cicatriz), de Charlotte Moundlic.
Meditación recomendada: N.5 “Conscientes de ser conscientes” y N. 12 “Pausa de Compasión”
La primera nos ayuda a sostener todo lo que vaya surgiendo dentro de nosotros cuando estamos sintiendo la tristeza de un duelo por ejemplo. No rechazamos nada de lo que surja aunque nos resulte desagradable de sentir. Vamos abriendo espacio a todo lo que surge y nos aplicamos posteriormente la segunda meditación que supone el ungüento de nuestra propia presencia amorosa autocompasiva. Buena práctica…